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lunes, 15 de julio de 2013

Mariola

Coger un cachito de vida, empaquetarlo en una caja con cinta, y llevárselo para casa para soltarlo cuando más convenga, si hace falta rememorar esa emoción que por unos instantes nos ha transportado a un mundo mágico.

La infancia, al menos en mí, nos acompaña toda la vida. Acostado mirando al cielo, la luz del sol cegándome los ojos a ratos por el abanico de las hojas y el murmullo del viento meciéndolas. Muchas veces ya, muchos años ha, niño acostado mirando al cielo que dejaban ver las hojas y escuchando el crepitar del aire que las mece. Descubrir el mundo por primera vez, que suerte en mí poder volver a ese punto de la infancia y volver a mirar como si fuese la primera vez, ya, a mi edad tardía. Y pensar que por muchos años que pasen, en algún momento y en algún lugar me encontraré acostado mirando al cielo y descubriendo el mundo por primera vez, por muchos años que tenga emocionarme como chico pequeño.

Esos momentos felices de una infancia ignorante del mundo de los adultos, de lo atroz que le rodea, que se mantienen con un recuerdo vívido, hermoso y sin mácula. Los miedos son inconscientes por que su recuerdo es duro y el olvido necesario. Cuando olvidamos no lo hacemos del todo, hundimos lo inicuo en lo más profundo del lago pensando que no nos alcanzará. Pero aquello que escondemos es parte de nosotros y vive dentro de nuestro ser. Y surge como un reflejo en el lago, borroso en agua turbia y deformado por los rizos de la superficie del agua.

Suscitado por la Sierra de Mariola, por el viento, el sol y los árboles del camping. Por la caminata que nada prometía y nos llevó a una senda hermosa, como metáfora de la vida, un andar que no sabemos a donde conduce.

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